El niño interior es nuestra parte más creativa y juguetona, la más espontánea e imaginativa y el asiento natural de nuestros aspectos más desprejuiciados, investigadores y aventureros. Confiado por naturaleza, ese niño interno no tiene dobleces ni segundas intenciones, básicamente se halla muy ocupado viviendo la vida y haciendo lo que le proporciona alegría.
Animarse a jugar es despertar a ese niño o niña que alguna vez fuimos. Por eso, cuando jugamos no pensamos en función de nuestros límites y no juzgamos a nadie por sus diferencias, y toda nuestra sabiduría se mide en términos de intuición.
Posiblemente por eso emerge de él tan fácilmente el amor. Cuando retiras las máscaras del temor y los prejuicios aparece lo mejor de lo que yace en tu interior, puede explorarse el universo como si fuera nuevo y puede volverse a jugar con la vida.
La cultura sería impensable sin un componente lúdico. Tal es la presencia que el juego tiene en las actividades creativas, desde las cotidianas a las artísticas, que se escinde como algo aparte y diferente que se destaca en el mundo habitual.
Durante el juego, más que nunca, el ayer y el mañana no existen, se juega en el presente absoluto.
